El que tiene un huerto tiene un tesoro
Una señora que ya hace unos años que se fue para emprender
el viaje eterno, pero sigue aquí mi lado, me contaba que tenía una madrina que
vivía Fernán González esquina con Jorge
Juan de Madrid, y que le invitaba a su casa a pasar temporadas. Corrían los
años siguientes a los de aquel conflicto que convulsionaron este país. Para mí
fue la cronista perfecta de aquellos
traumáticos y tristes tiempos de la postguerra. Entre todas las cosas que me contaba,
había una que me llamó especialmente la atención, era la historia de aquella
maleta que su madrina preparaba con detalles para todos los vecinos de la
aldea. La llenaba de paquetitos para obsequiar a sus paisanos a su regreso
cuando llegaba el estío. Era una maleta echa con mucho detalle, que le llevaba
su tiempo: que sí pendientes de cristal, que sí cajitas de botones, que sí
calcetines, que sí onzas chocolate, que sí horquillas para el pelo, que sí corchetes para la ropa, etc., que iban
envolviendo cuidadosamente en aquel papel de periódico de la época. Su ahijada, mi
cronista, en cada paquetito iba poniendo el nombre del obsequiado, pues los
conocía personalmente.
Contaba que al llegar a la aldea hacía llamar a aquellas
gentes para hacer el reparto. Todos esperaban a la puerta de su casa impacientes
para recibir su regalo; al día siguiente los paisanos le llenaban la casa, de
huevos, gallinas, chorizos, hortalizas, frutas de verano, etc. Cuando fui creciendo
y me fui interesando por la historia de España, leí en alguna parte uno de esos
pasajes de la conquista de América en los que se mencionaba como se intercambiaba
con los indígenas cuentas de cristal por oro; y me dije, esto me suena.
Lo que acabo de contaros formó siempre parte de la
picaresca, aprovecharse de los corazones más generosos y nobles. Pero cuando
esto se institucionaliza en pleno siglo
XXI con si fuese algo normal, es de difícil comprensión.
Hoy la economía de trueque es una anécdota en las economías
occidentales, ya no se cambia los productos del campo por baratijas, pero no se
sabe lo que es peor, esto o el daño que está haciendo los grandes
distribuidores agroalimentarios que funcionan como oligopolios y que son auténticos lobis en los centros de poder.
Todos sabemos que la
gran distribución agroalimentaria es la gran culpable del deterioro de la
agricultura y ganadería tradicionales, hasta el extremo de hacerlas desaparecer
o convertirlas en ghettos de cuatro románticos que subsisten a duras penas.
Estas organizaciones con su inmenso poder son capaces de controlar
prácticamente la totalidad de la cadena alimentaría e imponer a los
agricultores y ganaderos las normas que
tiene que cumplir sus productos en cuanto a tamaños, aspecto, etc., si los
quieren vender, y todo enfocado una
industria con costes ecológicos tremendos, para ello también necesitan de la
libre circulación de mercancías a nivel
global para tener una posición de dominio en toda la cadena y así vulnerar unos
de los principios básicos del capitalismo, la libre competencia, y también
imponer precios.
Estamos hablando lisa y llanamente del capitalismo salvaje,
que yo llamaría Gansterpitalismo, emulando a nuestro paisano Luis Piedrahita, y
lo definiría como: forma que adopta el capitalismo cuando se organiza en grupos
mafiosos o gansteriles para saltarse todas las normas e imponer las suyas
propias, y, a la vez, maquinar desde un despacho para alterar el precio de las
cosas y así obtener pingües beneficios hundiendo al eslabón más débil de la cadena de distribución en la pobreza,
que suelen ser las pequeñas explotaciones agrícolas y ganaderas.
Pronto se convertirá en un recuerdo lejano los sabores de
lo auténtico, aquellos que añoramos los que cogíamos el tomate, las lechugas,
las judías verdes, los pimientos, etc. en el huerto. En las grandes cadenas de alimentación
encontramos estos productos como si viniesen de fábrica, como si una máquina
los hubiese hecho todos iguales, todos muy bonitos; pero el sabor natural de
siempre no se puede imitar en las fábricas,
pues necesita el tiempo que dicta la madre naturaleza, y, quizás por eso, también nuestros pequeños son
reacios a consumir estos productos, es decir, las malas imitaciones de frutas y
verduras. No es de extrañar, vienen de fábrica. Y no hablemos de los productos
cárnicos chutados de antibióticos hasta el tuétano.
A menudo nos dicen
que estos productos tienen las mismas propiedades organolépticas que los de la agricultura
y ganadería tradicionales, creo que también son los mismos que pensaban,
cuando eran pequeños, que la lecha la hacían en la fábrica.
¿Y quién controla los productos fitosanitarios y
antibióticos utilizados y su impacto sobre la salud? ¡Ah, vete tú a saber! No hace mucho tiempo un responsable un
responsable del actual gobierno, justificaba la falta de inspecciones en la
industria agroalimentaria porque resultaba muy cara, pues hacían falta muchos
más inspectores. Como siempre, cómo es posible que gente con este pensamiento abstente
algún cargo público. Después decimos que ciertos trapicheos son un atentado
contra salud pública; sin justificar
nada, da risa.
Para terminar, el que tenga un huerto que lo cuide, pues
tiene un tesoro. ¡A coger la azada y al tajo que ya viene el buen tiempo!
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